El tiempo no tiene mala intención, pero
su propia inmensidad conlleva una involuntaria torpeza que lastra, zancadillea,
empuja y escupe, dejando a su paso un rastro permanente de ruinas. Postrarnos
de rodillas sobre ellas y tratar de rescatarlas con nuestras propias manos no
sirve sino para acrecentar las magulladuras que pretenden refrescarse vanamente
con el agua salada de la rabia. Saber darles la espalda, abandonarlas en el
punto preciso, observarlas con frialdad e imaginar lo que brotará una vez desechados
los escombros es un reto constante del que no debemos renegar jamás. Quien
duerme sobre las ruinas acaba formando parte de ellas. Quien sueña alrededor de
ellas se acaba sobreponiendo.
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