Todo pesaba. Todo crujía. Todo producía
un desquiciante traqueteo metálico a cada paso. Todo le provocaba
unas terribles punzadas que clavaban su aguijón vértebra a vértebra, desde la
primera cervical hasta la última lumbar. Todo le iba empujando hacia abajo,
como si la mano invisible de ese todo intentara sumergir su cabeza en el
asfalto por el que caminaba. Todo le hacía quejarse y, mientras tanto, no
paraba de ir cogiendo todo del suelo e ir echándolo en su saco.
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